A muchas generaciones nos educaron en la teoría de la
preocupación. Desde niños nos enseñaron por legado familiar y, después,
social, que para ser responsables y
maduros había que preocuparse por una serie de cuestiones o aspectos de nuestra
vida. En casa nos inculcaban que teníamos que “preocuparnos” de recoger nuestros juguetes, ser amables con las visitas, o hacer nuestras
tareas de la escuela. La cuestión no eran esos aprendizajes, sino que ya
nuestros padres lo llamaban “preocuparse”. Y crecimos preocupados.
Luego, en la efervescente adolescencia, descubres que tienes
que preocuparte de más cosas: las notas del instituto, qué carrera estudiar,
cómo contentar a la familia como a uno mismo … Y, desde luego, esas otras
preocupaciones que tu mente empieza a crearte con esa edad, y que se convierten
en el autentico martillo de tu tranquilidad: cómo encajar en entornos nuevos y
desconocidos, cómo cuidar tu aspecto (¡malditas espinillas, entre otras
zarandajas que jamás imaginamos!) , qué será
de tu vida, qué hacer de tus sueños…Preocupaciones, problemas,
inquietudes.
Un adulto medio puede continuar en esa dinámica de la
preocupación constante y creciente por el resto de su vida. Morir ancianos y preocupados es más que
posible, es habitual.
El origen de la preocupación
Por eso me parece liberador darle la vuelta a esa palabra,
partiendo de su significado. El vocablo “preocupación”
se forma por el prefijo “pre”, que significa anticipación, y la palabra
“ocupación”, relativa a algo que realizar. Pre-
ocupación es, pues, anticiparse a lo
que puede pasar según nuestra actuación en determinada situación. La idea es
que debemos pre-venir, es decir,
poner los medios para que suceda lo que deseamos, pre-ocupándonos. Lo curioso
es que no puedes arreglar nada
pre-ocupándote, solo ocupándote.
Y, entonces, ¿qué
hacer con la preocupación?
Bueno, preocuparnos es algo tan consustancial en los seres
humanos que lo hacemos sin darnos cuenta. Nos contamos a nosotros mismos cómo
se va a desarrollar una situación y, casi siempre, los augurios que hacemos son
los peores que podrían ocurrir. Alivia saber que, sin embargo, esos desenlaces tan funestos son los que
menos se cumplen. Al final, las cosas suelen arreglarse mejor de lo que
habíamos temido, o incluso no sucede nada malo. Pero “la preocupación” ya se ha
encargado de hacernos pasar un mal rato en los días u horas previos a ese
resultado.
La preocupación genera miedo, angustia vital, baja la
creatividad y la capacidad de reacción espontánea idónea. En otras palabras,
estar preocupado no sirve para nada más que agrandar el problema en tu mente y
bloquear tus procesos cognitivos.
Hay que “desaprender”
a preocuparse. Tenemos que mirar lo que consideramos problemas como un simple
obstáculo que, hagamos lo que hagamos, pasará de largo. Hay que considerar lo
que podemos hacer para remediarlo, actuando, y no asustarse prematuramente por
lo que podría suceder…, pero que aún no ha sucedido. Complicado, sí, pero no
imposible.
Solo reflexionar si pasamos más tiempo preocupándonos que
ocupándonos de nuestros asuntos, ya es un paso para aprender a dejar de lado la
preocupación. Si no lo consigues a la primera, no te preocupes por eso; sigue intentando no olvidar que tus
preocupaciones son solo pensamientos tremendistas que inundan tu mente.
Pensamientos, solo eso.
Despreocuparse de las preocupaciones no significa desatender
los compromisos, proyectos o conflictos que necesiten enfrentarse. Pero, tranquilos, de cómo despreocuparse
hablaremos en otra ocasión.
Y, ahora, sonríe.