miércoles, 15 de julio de 2015

Realidad y percepción



¿Qué es la realidad? ¿Solo lo que nos cuentan, lo que percibimos con nuestros sentidos, lo que la mayoría cree que son las cosas? ¿Qué es real y qué es verdad? Esa es la materia con la que trabaja nuestra mente.




Estamos viviendo una época en la que todo es difuso, incluso la historia. En cualquier momento la realidad podría darse la vuelta, girar sobre si misma o hacia un lado imprevisto, sorprendernos aún más con un devenir impensable. Nuestras particulares y diminutas vidas se ven bamboleadas por esa incertidumbre general.


 Lo que pasa en el mundo y en nuestra vida

Todos y cada uno intentamos hacernos un hueco – o mantener intacta nuestra madriguera-  mientras contenemos el aliento, expectantes,  ante cada novedad en el entorno social, político, económico o incluso anímico del mundo en el que vivimos. Todo nos puede afectar, aunque esté sucediendo en las antípodas de donde nos encontramos; eso lo hemos aprendido a fuerza de “crisis”, cambios de acuerdos, leyes o normas, amenazas para la salud de las personas y el planeta, o decisiones influyentes que trascienden en miles de kilómetros nuestras fronteras. Lidiamos con alarmantes anuncios de quiebras y vaivenes de países enteros y hasta hace poco prósperos, nos aceleran la alarma con epidemias y enfermedades que atraviesan continentes para instalarse entre nuestros vecinos, nos asustan con más desastres mientras vamos sufriendo pequeños (o no tan pequeños) desastres y giros cotidianos.


Buscando explicación y solución

Con ese panorama, no es de extrañar que prolifere la afición a buscar salida o consuelo en teorías y modos de vida “alternativos” a la fría realidad. Libros de autoayuda, consejos de expertos en coaching, mensajes optimistas sacados de antiquísimas tradiciones espirituales orientales… 

Nuestra propia tradición religiosa conforta cada vez más a menos adeptos y, de todos modos, la diferencia entre las creencias más cercanas y esas otras de países lejanos, está entre creer que todo se perdona y se “cura” más allá de la muerte – en un cielo resarcidor de “éste valle de lágrimas”- o en creer que todo está en nuestras manos, cambiando nuestra mentalidad y si no funciona será que no lo hacemos bien.




Otros, más prosaicos o menos intensos, se refugian en esa otra fe de la modernidad: la ciencia en todas sus expresiones. Lo que no pueda ser aceptado por una cohesionada experiencia no es real. La prueba empírica es la nueva sacerdotisa de lo irrefutable, y si falla es porque se hizo mal…Se cambia de criterio, nuevo empirismo mediante, y listos.


La cuestión es creer en algo que nos libere un poco de la pesada carga de vivir, más o menos aceptablemente, mientras el mundo nos zarandea a su antojo y el movimiento de otros puede producirnos el inicio del descalabro… O no.


 Templando el pulso

Y en eso estamos, templando el pulso para ser de los pocos afortunados que lo mantienen, o para no ser de los que pierden el equilibrio y caen por el camino de ésta cuerda floja que es nuestra realidad física. La otra, “la realidad” que creamos y creemos de modo particular,  cada uno en nuestra cabeza, la desatendemos más a menudo de lo que sería necesario, persiguiendo fórmulas infalibles de no perder la cordura, o lo que creemos cordura según nuestra percepción. Al final, el enemigo es el mismo para todos: el miedo.





 El equilibrio es difícil en todas sus formas; en el entorno exterior, porque no depende solo de nosotros, sino de hechos fortuitos y decisiones ajenas; en nuestro interior, porque lo que nos permitamos pensar y creer determinará cómo vivimos lo que ocurre a nuestro alrededor. Hay que elegir, discernir y controlar lo que pensamos y percibimos. Y determinar el nivel de influencia en nuestro ánimo que le damos a cada pensamiento. Eso es lo que nos trae locos.



lunes, 6 de julio de 2015

Nos cuesta liberarnos





 "El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir" - Benito Pérez Galdós

Contaba mi abuelo que, allá en otro mundo, en la España profunda y oscura de hace más de un siglo, sus padres no concebían que los amos para los que trabajaban no quisieran otra cosa que ayudarles. A ellos, a los desarrapados de la tierra, a los que habían nacido pobres y trabajadores del campo por azar, les parecía que eran afortunados por contar con un sueldo mísero, una chabola prestada y la connivencia del dueño de las tierras para albergar en ella a su creciente prole. El “señorito” y su familia eran magnánimos, generosos, a cambio de que ellos se portaran como “gente decente” y labraran de sol a sol, aportaran manos jóvenes en cuanto los hijos se tenían en pie, y no se quejaran de órdenes o cambios al criterio del amo. Cuando algunos de esos hijos empezaron a aspirar a volar más lejos, a labrar su propia suerte en lugar de los campos del latifundio, y a hablar de “libertad”, aquellos padres se escandalizaron y se sintieron traicionados y traidores a toda una tradición de servidumbre.

No es una copia de la novela de Delibes “Los santos inocentes”, de tan acertada como popular adaptación al cine; es parte de la historia de mis antepasados, es decir, de mi historia, parecida a la de tantos españolitos que después prosperamos, con más o menos fortuna. Pero, si dejamos atrás las alpargatas, el trabajo implacable, la miseria obsequiosa y el analfabetismo profundo, fue por el coraje y los sueños de aquellos hijos que se atrevieron a dejar lo que conocían, a llamar tirano y no “señorito” a sus caciques, a luchar por sus derechos como seres humanos. Osaron trabajar por ellos mismos y para ellos mismos, a costa incluso de perder a unos padres empecinados en creer que vivían de la misericordia de los poderosos a los que entregaban su lealtad y sus vidas…y las de sus descendientes por generaciones.



Me acordé de ese relato hace unos años, escuchando el de una mujer recién divorciada, que había sufrido maltrato en su matrimonio. Decía ella, aún traumatizada por la separación y sin aceptar que también lo estaba por lo vivido antes, que pese a todo echaba de menos su antiguo estilo de vida. Se lamentaba de que, “por lo menos”, estando casada había tenido asegurado un buen sustento; de que “por lo menos”, entonces no tenía problemas para atender a sus hijos, podía disponer de una casa confortable, o incluso darse algunos caprichos, siempre que, por supuesto, no traspasara unos límites (débiles e imprevisibles)  que encendieran la ira de su marido. Le acuciaba el miedo inmenso de qué haría ahora con su recién recuperada libertad.

Pensé entonces en aquellos esclavizados de por vida, agradecidos y serviles, que no imaginaban cómo hubiesen salido adelante sin la dependencia a un amo; igual que ellos, muchas personas no saben por dónde empezar sin depender económica, intelectual  y/o anímicamente de una pareja, una familia, un dirigente,  un “alguien más” que les transmita seguridad aunque, al mismo tiempo, limite sus vidas, les muela a palos o  les doblegue el alma.

Transcurrido el tiempo, la mujer de mi ejemplo superó sus carencias, también las de autoestima, y ahora enrojece y se ríe al pensar en su debilidad de los primeros años. Si de algo se arrepiente es de haber dudado de sí misma para ser feliz siendo libre. Suele pasar, cuando al fin una o uno se atreve a soltarse y manejar las riendas de su propia existencia.



Y es que nos cuesta liberarnos de lo que siempre dependimos, incluso si solo son ideas. Nos aprendimos un manual invisible, transmitido casi siempre de forma oral, familiar, comunal, y creemos que esas son las reglas para siempre. No sabemos qué hacer con la propia libertad, cuando se nos ofrece, por mucho que la hayamos ansiado y esperado durante gran parte de nuestras vidas. Preferimos que otro nos diga qué “debemos hacer”, cuál es “nuestro lugar”, qué es bueno y qué no, o incluso hasta dónde podemos permitirnos ser como queremos ser…Preferimos pensar que eso es lo de “toda la vida”, que “no hay más remedio”, que “es lo que nos ha tocado”.

Por eso muchas personas se autoconvencen de que no vale la pena aquello que les atraiga o desean pero que queda fuera de sus costumbres, de lo que les enseñaron como correcto. Anulan su propio criterio, en pos de mantenerse en unas convicciones heredadas y que, en realidad, ya no les valen. Se rinden a lo establecido; o nos rendimos, porque parece que, aceptar que pensamos distinto y renunciar a lo de siempre, es reconocer que nos equivocamos…Y el ser humano no sabe admitir su capacidad de error.



Todos tenemos algún aspecto en nuestra vida al que pretendemos seguir siendo fieles contra viento y marea, aunque ya no creamos en su fondo, en su argumentario o en su utilidad.  Da igual que se trate de seguir respaldando ciegamente al partido político “de siempre”, la religión que nos inculcaron o el colectivo al que pertenecemos desde jóvenes, aunque ya no nos convenzan tanto sus consignas o actitudes; o de no hacernos valer ante el jefe dictador, o de soportar una mala relación de pareja o familiar, que veja en lo personal, disfrazando nuestro miedo de respeto a la paz común. En muchos de esos casos asumimos una lealtad sin raciocinio, en pos de una identidad postiza.

Es más fácil cerrar los ojos y abrazar la cadena que inspira una falsa consistencia, aunque nos golpee, que abrir los brazos y enfrentarse al vértigo de la amplitud del mundo. Somos así de pequeñitos, en nuestra mezquindad…Pero también podemos dejar de ser mezquinos. Será otra historia.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Ego, yo te absuelvo (Carta a mi ego)

Le presto esta carta a quien también quiera decirle esto a su propio ego ¿Gustáis?




Hola, Ego.

Ya sé que crees que eres yo; más que eso, crees que eres “toda yo”; y a ratos casi tienes razón. Pero eso de la razón es también subjetivo, y resulta que no eres yo aunque formes parte de mí.

Crecimos al mismo tiempo, nos condicionaron al unísono. A ti para que creyeras determinadas cosas, para que te estereotiparas según un rol, para que dirigieras mi vida. A mí para que me acallara y te dejara hacer.

Ha tenido que pasar mucho tiempo para que me redescubriera. Para que aceptara esta dualidad que tenemos todos y que nos hace vivir creyendo que, vosotros, nuestros respectivos egos condicionados, exacerbados y disfuncionales,  sois nuestra personalidad, nuestra única realidad que aceptar y que mostrar al mundo. Y no es cierto; solo sois una creación de nuestra mente condicionada por el entorno material y circunstancial que nos toca vivir.

No espero que lo entiendas, tú vives tu realidad hecha de entorno exterior y materialismo. Yo, mi “yo” real, quedo por debajo, preguntándome qué es esta vida, para qué estoy aquí, de qué sirve la capacidad de pensar y sentir, si luego tú y los roles del mundo dirigís mi destino. Pero esas preguntas tienen respuestas tan válidas, contundentes y sólidas como tu existencia…Y más tranquilizadoras, creativas y reconfortantes para mí; por eso tengo que hacerles caso, escuchar al alma, espíritu o yo subconsciente – llámalo como quieras- que también está en mi interior y que yace, paciente, esperando que se calme tu furia y tu fuerza para poder realizarse, ver el mundo y la vida de otro modo y ayudarme a vivir en paz y en mí.



Para definirnos, te recordaré cómo eres tú y cómo soy yo, en realidad. Partamos de la base de reconocer que somos dos- a veces pareces más, ¡ay!, hasta dos o tres personalidades distintas murmurando en mi cabeza y, no, nada que ver con la enfermedad de la esquizofrenia o el desequilibrio del  borderline;  tan “normal” como que es norma en la inmensa mayoría de humanos-, como te digo, reconozcamos que somos dos “yo”, interfiriendo el uno al otro en la realidad cotidiana.

Tú eres el que cree ser un personaje más en el mundo, y ni siquiera eres capaz de fijar las características para siempre. Según épocas y cómo las afrontas, me representas ante mi misma con méritos o sin ellos, importante o insignificante. No solo ante mí creas un rol y pones limitaciones, sino respecto a los demás; lo cual es mucho peor: pobre o rica, respetable o rechazable, divertida o amargada, hábil o torpe…Haces tuyas las etiquetas, todas las imaginables, y las utilizas para manipularme, para crear mi guión, para decirme de antemano qué puedo o no puedo hacer, sentir o aspirar a ser y sentir…  Tú eres el dueño de mi ira, de mi tragedia, de mi vanidad, de mi falso orgullo, de mi tristeza. Tú disfrazas la alegría de apariencia, la apariencia de dignidad, la dignidad de convencionalismo.



No eres malo, Ego, solo estás equivocado: crees ser yo, crees guiarme, crees estar limitado por este cuerpo y concentrado en esta mente. Y no, no es así, y necesito hacerte ver tu propio engaño. Luchas por tu supervivencia haciéndome creer que luchas por la mía, por eso te encanta el tiempo del reloj. “Ya no es tiempo de hacer tal cosa”, “ya se ha pasado la ocasión”, “ya es muy tarde para tal o cual”… Y se te olvida que utilizas la única palabra que tiene sentido y es real: “Ya”.

Ese “ya” que significa “ahora, ¿si no, cuándo?”, ese “ya” que da validez a todo, teniendo voluntad y deseos de vivirlo. “Ahora”, el presente que tanto temes, que tanto eludes, porque es lo único real de que dispongo, lo único que puedo vivir en cada instante. Pero tú te empeñas en echar atrás o adelante la historia de mí misma en mi cabeza, como si así, reviviendo constantemente el pasado o imaginando mis posibles futuros, pudiera olvidarme de mi  “ahora”. Y tienes razón, lo olvido…, por tu causa.

Tu problema, y el mío mientras dejo que me manipules sin siquiera darme cuenta,  es que no eres real. Eres un reflejo; eres un compendio de lo que me enseñaron, interpreté y creo que debo aplicar en mi vida. Eres una mezcla absurda de creencias, ciertas o equivocadas. Eres un archivo de pensamientos desfasados e irreales. Eres mi miedo trasformado en convicción.



Por eso voy a intentar definir la otra parte más difícil de ver de mí misma, para que te des cuenta del porqué, en lo que pueda,  tengo que controlarte yo y no dejar que me controles más tú.

Mi yo es inmenso, inacabable, como inacabables son las posibilidades en la vida. Mi yo es la vida, sin esquemas, con aceptación de lo que tú tildarías de bueno y malo. Mi yo es creativo, compasivo, solidario, libre. Mi yo sabe que no está solo, que no hay fin ni principio, que el juego es andar, aprender, elegir. Mi yo sabe que mi cuerpo es la herramienta, y lo respeta y lo cuida por ello. Mi yo sabe que yo no soy solo un cuerpo.

Descubro eso en el silencio -bendito y mágico silencio- cuando logro acallar tu insistente voz y alejarme del fragor del mundo. Descubro a mi yo, en lo más profundo de mi ser, esperando a que no seas tú el fuerte, el que lleva las riendas, y poder crear, expresar, amar. Sin juicios, para no tener que perdonar ni condenar nada ni a nadie. Sin mareas de pensamientos que distorsionan la realidad que se me presenta. Sin dramas añadidos a la tragicomedia de la vida. Solo fluyendo, imparable, como el agua  unida al caudal de un rio.

En ese “yo” no hay miedo, ni inseguridad, ni engreimiento. En ese “yo” hasta el dolor es parte de la vida, parte de la experiencia, parte del aprendizaje, parte de la elección a tomar. En ese “yo”, que no eres tú, los demás y sus egos toman sus propias dimensiones, que son iguales a las mías: en la medida que nos domine el propio ego, todos elegimos vivir en un caos propio o en una paz común.

Por todo eso, Ego, yo te absuelvo…Y perdona que juegue con la frase en latín cuyo significado también te has apropiado: “Ego te absolvo a peccatis tuis” (Yo te absuelvo de tus pecados)…Solo yo, mi yo “real”, puedo absolverte, absolverme, de mis (nuestros) errores ¿Por qué pensar que otro ego puede tener ese poder? 

A la luz de la paz y la alegría que hay en mí, porque estoy viva, porque quiero vivir esa experiencia, no solo te absuelvo, sino que no tengo nada que perdonarte. Déjame vivir y deja de temblar.