"El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir" - Benito Pérez Galdós
Contaba mi abuelo que, allá en otro mundo, en la España
profunda y oscura de hace más de un siglo, sus padres no concebían que los amos
para los que trabajaban no quisieran otra cosa que ayudarles. A ellos, a los
desarrapados de la tierra, a los que habían nacido pobres y trabajadores del
campo por azar, les parecía que eran afortunados por contar con un sueldo
mísero, una chabola prestada y la connivencia del dueño de las tierras para
albergar en ella a su creciente prole. El “señorito” y su familia eran
magnánimos, generosos, a cambio de que ellos se portaran como “gente decente” y
labraran de sol a sol, aportaran manos jóvenes en cuanto los hijos se tenían en
pie, y no se quejaran de órdenes o cambios al criterio del amo. Cuando algunos
de esos hijos empezaron a aspirar a volar más lejos, a labrar su propia suerte
en lugar de los campos del latifundio, y a hablar de “libertad”, aquellos
padres se escandalizaron y se sintieron traicionados y traidores a toda una
tradición de servidumbre.
No es una copia de la novela de Delibes “Los santos
inocentes”, de tan acertada como popular adaptación al cine; es parte de la
historia de mis antepasados, es decir, de mi historia, parecida a la de tantos
españolitos que después prosperamos, con más o menos fortuna. Pero, si dejamos
atrás las alpargatas, el trabajo implacable, la miseria obsequiosa y el
analfabetismo profundo, fue por el coraje y los sueños de aquellos hijos que se
atrevieron a dejar lo que conocían, a llamar tirano y no “señorito” a sus
caciques, a luchar por sus derechos como seres humanos. Osaron trabajar por
ellos mismos y para ellos mismos, a costa incluso de perder a unos padres
empecinados en creer que vivían de la misericordia de los poderosos a los que
entregaban su lealtad y sus vidas…y las de sus descendientes por generaciones.
Me acordé de ese relato hace unos años, escuchando el de una
mujer recién divorciada, que había sufrido maltrato en su matrimonio. Decía
ella, aún traumatizada por la separación y sin aceptar que también lo estaba
por lo vivido antes, que pese a todo echaba de menos su antiguo estilo de vida.
Se lamentaba de que, “por lo menos”, estando casada había tenido asegurado un
buen sustento; de que “por lo menos”, entonces no tenía problemas para atender a
sus hijos, podía disponer de una casa confortable, o incluso darse algunos
caprichos, siempre que, por supuesto, no traspasara unos límites (débiles e
imprevisibles) que encendieran la ira de
su marido. Le acuciaba el miedo inmenso de qué haría ahora con su recién
recuperada libertad.
Pensé entonces en aquellos esclavizados de por vida,
agradecidos y serviles, que no imaginaban cómo hubiesen salido adelante sin la
dependencia a un amo; igual que ellos, muchas personas no saben por dónde
empezar sin depender económica, intelectual y/o anímicamente de una pareja, una familia,
un dirigente, un “alguien más” que les
transmita seguridad aunque, al mismo tiempo, limite sus vidas, les muela a
palos o les doblegue el alma.
Transcurrido el tiempo, la mujer de mi ejemplo superó sus
carencias, también las de autoestima, y ahora enrojece y se ríe al pensar en su
debilidad de los primeros años. Si de algo se arrepiente es de haber dudado de
sí misma para ser feliz siendo libre. Suele pasar, cuando al fin una o uno se
atreve a soltarse y manejar las riendas de su propia existencia.
Y es que nos cuesta liberarnos de lo que siempre dependimos,
incluso si solo son ideas. Nos aprendimos un manual invisible, transmitido casi
siempre de forma oral, familiar, comunal, y creemos que esas son las reglas
para siempre. No sabemos qué hacer con la propia libertad, cuando se nos
ofrece, por mucho que la hayamos ansiado y esperado durante gran parte de
nuestras vidas. Preferimos que otro nos diga qué “debemos hacer”, cuál es
“nuestro lugar”, qué es bueno y qué no, o incluso hasta dónde podemos
permitirnos ser como queremos ser…Preferimos pensar que eso es lo de “toda la
vida”, que “no hay más remedio”, que “es lo que nos ha tocado”.
Por eso muchas personas se autoconvencen de que no vale la
pena aquello que les atraiga o desean pero que queda fuera de sus costumbres,
de lo que les enseñaron como correcto. Anulan su propio criterio, en pos de
mantenerse en unas convicciones heredadas y que, en realidad, ya no les valen. Se
rinden a lo establecido; o nos rendimos, porque parece que, aceptar que
pensamos distinto y renunciar a lo de siempre, es reconocer que nos
equivocamos…Y el ser humano no sabe admitir su capacidad de error.
Todos tenemos algún aspecto en nuestra vida al que
pretendemos seguir siendo fieles contra viento y marea, aunque ya no creamos en
su fondo, en su argumentario o en su utilidad.
Da igual que se trate de seguir respaldando ciegamente al partido
político “de siempre”, la religión que nos inculcaron o el colectivo al que
pertenecemos desde jóvenes, aunque ya no nos convenzan tanto sus consignas o actitudes;
o de no hacernos valer ante el jefe dictador, o de soportar una mala relación
de pareja o familiar, que veja en lo personal, disfrazando nuestro miedo de
respeto a la paz común. En muchos de esos casos asumimos una lealtad sin
raciocinio, en pos de una identidad postiza.
Es más fácil cerrar los ojos y abrazar la cadena que inspira
una falsa consistencia, aunque nos golpee, que abrir los brazos y enfrentarse
al vértigo de la amplitud del mundo. Somos así de pequeñitos, en nuestra
mezquindad…Pero también podemos dejar de ser mezquinos. Será otra historia.
Muy buena entrada, excelente reflexión, gracias Lola.
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