Al igual que,
físicamente, dos tercios del cuerpo humano es agua, el componente básico de nuestra
mente son emociones.
Las emociones son el motor de nuestro cerebro,
lo que nos mueve o detiene, lo que nos da vida o nos hace ignorarla. Sentimos
emociones todo el tiempo, todo nos las provocan. Unas son leves y pasajeras,
otras son profundas y pueden permanecer en el tiempo y hasta cambiar nuestros
rumbos.
Es curioso advertir que,
aunque las personas somos distintas en nuestros caracteres y reacciones,
existen circunstancias que no hacen variar en mucho la respuesta emocional de
cualquier individuo. Todos sabemos qué nos pone tristes, o alegres, o nos da
placer o nos enoja. Y sabemos que, esas mismas cosas, influirán de manera
parecida en nuestros semejantes.
Sin embargo, tendemos a confundir
las emociones con los sentimientos, y de ahí los grandes fracasos de muchas
vidas.
Emociones que gobiernan
Para empezar a entender,
digamos que las emociones pueden determinar nuestro pensamiento y nuestras
actitudes, mientras que los sentimientos no. Explicaremos esto un poco más a
fondo, empezando por analizar una
emoción.
Una emoción - por ejemplo,
la pasión- puede convertirse en el centro de nuestra vida, lo prioritario en
ella. En realidad, estamos volcando en esa persona, afición o trabajo que nos
apasiona, una serie de carencias o dolor atrapado, que esa dedicación nos ayuda
a olvidar o a seguir ignorando. Podemos amar a otra persona, pero todos
entendemos que, si nos obsesionamos con ella, es pasión y nadie puede vivir una
vida plena volcado constantemente en una pasión. Por eso, lo que muchas veces
llamamos “amor” se acaba trasformando en otra cosa menos agradable.
Lo mismo pasaría con
emociones como la ira, la culpa o el miedo, como ejemplo de emociones negativas
que pueden gobernar la existencia de una persona, haciéndole perder de vista el
resto de aspectos de su vida. O con la simpatía, la euforia o la satisfacción,
como emociones positivas; al principio son agradables e incitadoras, pero
pueden degenerar con el tiempo, porque son la reacción de nuestros pensamientos
a sentimientos enmascarados.
Dicho de otra forma, las
emociones son la manera de gestionar cada sentimiento que tiene nuestra mente.
Y son negativas o positivas en función del grado e intensidad que les
permitamos.
Buscando emociones o
huyendo de ellas
Las personas que han
sufrido traumas o una vida complicada, y no han sabido gestionar bien las
emociones que les evocaban sus circunstancias, suelen convertirse en personas
retraídas, miedosas, que intentan evitar sentimientos que puedan volver a
provocarles esas emociones desagradables. Buscan la monotonía y se relacionan
poco, como medio de seguridad para no volver a sufrir, aunque precisamente su
equivocado método de escape del sufrimiento les aboca a una vida desgraciada y
limitada. Serían el ejemplo concreto de hasta qué punto pueden controlar una
vida las emociones negativas.
En el otro extremo, hay
personas que se pasan la vida queriendo probar “emociones fuertes”. Son los que
necesitan sentir la adrenalina más álgida para sentirse vivos, los amantes del
riesgo como desafiante del temor. Según la psicología, detrás de estos
comportamientos compulsivos existe un alto índice de miedo a otras cosas. Esas
emociones “provocadas”, enmascaran la necesidad de hacerse notar ante los demás
y darse relevancia ante sí mismo. También es la tapadera perfecta para los que
temen hacer frente a conflictos psicológicos pasados o para huir de entornos
cotidianos que no les gusta. Cambian la intensidad de lo que les preocupa o les
frena por la cantidad de emociones “estimulantes”, como una droga enmascara lo
que de verdad se teme.
Y los sentimientos ¿qué?
Los afectos puros no
necesitan dependencia alguna. Son serenos, confiados, bondadosos y oportunos.
Se dice que el amor más puro es el de una madre por su hijo; no conoceremos a ninguna
buena madre que pretenda retener a su hijo por motivos egoístas, o que controle
su vida en ningún sentido, pero las buenas madres siempre están para ayudar a
sus hijos. Sin embargo, ¿Cuántas parejas parecen desvivirse por no separarse un
instante de sus cónyuges, saber lo que hacen o dejan de hacer y, en los malos
momentos, acaban “no pudiendo soportarlo”?. El buen amor, el amor auténtico, no
soporta, comparte. Y da igual que sea fraternal, conyugal, amistoso o filial.
El dolor es siempre
desagradable, pero la tristeza auténtica, sin interpretaciones mentales
añadidas, es serena, comprensiva y paciente. Lacera durante un tiempo, pero nos
deja recomponernos. La tristeza no mata, lo que mata es la emoción o emociones que
derivamos de ella: rencor, decaimiento depresivo, culpabilidad, abandono,
nostalgia recurrente…Saber gestionar la inevitable tristeza de los malos
momentos puede ayudarnos a crecer como personas, en lugar de hundirnos en la
desgracia permanente. A eso se le llama resilencia psicológica, y se ha
demostrado efectiva incluso después de situaciones traumáticas tan fuertes como
el derrumbe de las torres gemelas de New York, según un estudio realizado entre
diversos testigos y víctimas por los doctores Fredrickson,
Tugade, Waugh y Larkin, en el año 2003.
La alegría no es un
simple estallido, más o menos duradero. La alegría es percepción de la vida, es
serenidad feliz, es comprensión del entorno y de uno mismo. Todos nacemos
felices, todos nacemos con predisposición a los sentimientos; pero nuestra
educación y medio social nos inculcan qué emociones deben surgir y tener más o
menos prioridad, a raíz de cada circunstancia y sentimiento, y con qué
intensidad las percibimos.
Como todo en la vida, la
manera en que aprendamos a mesurar nuestras emociones, elegirlas en función de
en qué grado nos son positivas o negativas, y utilizarlas, determinará si nos
gobiernan ellas o podemos controlarlas en nuestro beneficio y el de los demás.
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