lunes, 25 de junio de 2012

Influencia de las emociones



Al igual que, físicamente, dos tercios del cuerpo humano es agua, el componente básico de nuestra mente son emociones.

 Las emociones son el motor de nuestro cerebro, lo que nos mueve o detiene, lo que nos da vida o nos hace ignorarla. Sentimos emociones todo el tiempo, todo nos las provocan. Unas son leves y pasajeras, otras son profundas y pueden permanecer en el tiempo y hasta cambiar nuestros rumbos.

Es curioso advertir que, aunque las personas somos distintas en nuestros caracteres y reacciones, existen circunstancias que no hacen variar en mucho la respuesta emocional de cualquier individuo. Todos sabemos qué nos pone tristes, o alegres, o nos da placer o nos enoja. Y sabemos que, esas mismas cosas, influirán de manera parecida en nuestros semejantes.
Sin embargo, tendemos a confundir las emociones con los sentimientos, y de ahí los grandes fracasos de muchas vidas.

Emociones que gobiernan

Para empezar a entender, digamos que las emociones pueden determinar nuestro pensamiento y nuestras actitudes, mientras que los sentimientos no. Explicaremos esto un poco más a fondo, empezando  por analizar una emoción.

Una emoción - por ejemplo, la pasión- puede convertirse en el centro de nuestra vida, lo prioritario en ella. En realidad, estamos volcando en esa persona, afición o trabajo que nos apasiona, una serie de carencias o dolor atrapado, que esa dedicación nos ayuda a olvidar o a seguir ignorando. Podemos amar a otra persona, pero todos entendemos que, si nos obsesionamos con ella, es pasión y nadie puede vivir una vida plena volcado constantemente en una pasión. Por eso, lo que muchas veces llamamos “amor” se acaba trasformando en otra cosa menos agradable.

Lo mismo pasaría con emociones como la ira, la culpa o el miedo, como ejemplo de emociones negativas que pueden gobernar la existencia de una persona, haciéndole perder de vista el resto de aspectos de su vida. O con la simpatía, la euforia o la satisfacción, como emociones positivas; al principio son agradables e incitadoras, pero pueden degenerar con el tiempo, porque son la reacción de nuestros pensamientos a sentimientos enmascarados.

Dicho de otra forma, las emociones son la manera de gestionar cada sentimiento que tiene nuestra mente. Y son negativas o positivas en función del grado e intensidad que les permitamos.

Buscando emociones o huyendo de ellas

Las personas que han sufrido traumas o una vida complicada, y no han sabido gestionar bien las emociones que les evocaban sus circunstancias, suelen convertirse en personas retraídas, miedosas, que intentan evitar sentimientos que puedan volver a provocarles esas emociones desagradables. Buscan la monotonía y se relacionan poco, como medio de seguridad para no volver a sufrir, aunque precisamente su equivocado método de escape del sufrimiento les aboca a una vida desgraciada y limitada. Serían el ejemplo concreto de hasta qué punto pueden controlar una vida las emociones negativas.

En el otro extremo, hay personas que se pasan la vida queriendo probar “emociones fuertes”. Son los que necesitan sentir la adrenalina más álgida para sentirse vivos, los amantes del riesgo como desafiante del temor. Según la psicología, detrás de estos comportamientos compulsivos existe un alto índice de miedo a otras cosas. Esas emociones “provocadas”, enmascaran la necesidad de hacerse notar ante los demás y darse relevancia ante sí mismo. También es la tapadera perfecta para los que temen hacer frente a conflictos psicológicos pasados o para huir de entornos cotidianos que no les gusta. Cambian la intensidad de lo que les preocupa o les frena por la cantidad de emociones “estimulantes”, como una droga enmascara lo que de verdad se teme.

Y los sentimientos ¿qué?

Los afectos puros no necesitan dependencia alguna. Son serenos, confiados, bondadosos y oportunos. Se dice que el amor más puro es el de una madre por su hijo; no conoceremos a ninguna buena madre que pretenda retener a su hijo por motivos egoístas, o que controle su vida en ningún sentido, pero las buenas madres siempre están para ayudar a sus hijos. Sin embargo, ¿Cuántas parejas parecen desvivirse por no separarse un instante de sus cónyuges, saber lo que hacen o dejan de hacer y, en los malos momentos, acaban “no pudiendo soportarlo”?. El buen amor, el amor auténtico, no soporta, comparte. Y da igual que sea fraternal, conyugal, amistoso o filial.

El dolor es siempre desagradable, pero la tristeza auténtica, sin interpretaciones mentales añadidas, es serena, comprensiva y paciente. Lacera durante un tiempo, pero nos deja recomponernos. La tristeza no mata, lo que mata es la emoción o emociones que derivamos de ella: rencor, decaimiento depresivo, culpabilidad, abandono, nostalgia recurrente…Saber gestionar la inevitable tristeza de los malos momentos puede ayudarnos a crecer como personas, en lugar de hundirnos en la desgracia permanente. A eso se le llama resilencia psicológica, y se ha demostrado efectiva incluso después de situaciones traumáticas tan fuertes como el derrumbe de las torres gemelas de New York, según un estudio realizado entre diversos testigos y víctimas por los doctores Fredrickson, Tugade, Waugh y Larkin, en el año 2003.

La alegría no es un simple estallido, más o menos duradero. La alegría es percepción de la vida, es serenidad feliz, es comprensión del entorno y de uno mismo. Todos nacemos felices, todos nacemos con predisposición a los sentimientos; pero nuestra educación y medio social nos inculcan qué emociones deben surgir y tener más o menos prioridad, a raíz de cada circunstancia y sentimiento, y con qué intensidad las percibimos.

Como todo en la vida, la manera en que aprendamos a mesurar nuestras emociones, elegirlas en función de en qué grado nos son positivas o negativas, y utilizarlas, determinará si nos gobiernan ellas o podemos controlarlas en nuestro beneficio y el de los demás.

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