Como todo gremio humano, los españoles- o la gente que vive habitualmente España, que no es lo
mismo que vivir en España- tenemos
una serie de peculiaridades, costumbres, tradiciones o “tics” sociales que nos
vamos contagiando y se establecen como normas de conducta. No hablo de ir a los
toros – primero tiene que atraerte ver como un tipo vestido de brillantitos
martiriza a un animal hasta matarlo - , ni del gusto por el folclore musical de
cualquier región, ni de la siesta, ni del abuso indiscriminado de beber cerveza
como sustituto del hábito al botijo.
Hablo de comportamientos que aquí, en este país, se han
tomado por formas educadas de cortesía, y que en realidad no hacen más que
perjudicarnos a nivel personal, además de dejarnos como auténticos palurdos
ante quien nos está tomando el pelo, ya sea
autóctono o foráneo.
Clásico ejemplo: el
español como consumidor en bares o restaurantes.
Entras en un local de comidas, da igual la categoría, la
clase o la especialidad gastronómica que sea, y los españoles vamos dispuestos
a sentirnos como invitados. Saludamos al camarero como a un colega, nos
estudiamos la carta…, hasta ahí bien. Pero, llega el momento de la verdad, y descubres qué contiene tu plato, realmente,
cuando lo tienes delante. Si el menú señalaba entre los segundos platos, un
suponer, “bacalao con setas del bosque”,
ya es suficiente confiar en que las setas serán del bosque y no que su último
destino conocido haya sido una conservera; al menos, personalmente, espero como
mínimo que sepan a setas, que acompañen a bacalao y que contengan la suficiente
cantidad de ambos productos como para distinguir lo que son. Pero pueden
producirse las siguientes situaciones, entre otras:
1-
El bacalao parece bacalao, pero las setas deben
haberse esfumado dejando atrás a un par
de tontas o de enfermas que no pudieron huir.
2-
Ves las setas, pero no saben a setas. Ves el
bacalao, pero no sabe a bacalao. Sabes lo que has pedido pero no lo que te vas
a comer.
3-
No ves el bacalao ni las setas, no sabe ni a bacalao
ni a setas. En tu plato reposa algo parecido a un trozo de pescado pringado de
una salsa extraña con tropezones grises.
Vale, llega el momento al que me refiero, donde nos
diferenciaremos del resto de nacionalidades clientelares.
Cualquier persona sensata que va a comer a un restaurant
pensando en disfrutar de algo cocinado, de algo que le apetece comer, de algo
que sabe lo que es y por lo que va a pagar su buen dinerito- a menudo,
excesivo, pero entregado con gusto, oye-, ante uno de los supuestos anteriores,
llama al camarero y expone educadamente lo que ocurre ¡Que no te lo estás inventando,
que has pedido lo que ellos ofrecen en su carta de menú, que no te invitan!... Bueno, reclamado el derecho, por lo menos a una
explicación, puede que se limiten a cambiarte el plato y traer algo más
parecido a lo que esperas, o que lo
sustituyan por otra cosa que te apetezca más o, al menos, que escuchen amablemente tu queja, pidan
disculpas, lo descuenten de tu nota y se callen la boca.
En España no es así,
básica y primeramente porque los españoles no devolvemos nada, no nos disgusta
nada aunque nos muramos del asco o la decepción, somos tan “educados” que
tragamos - literalmente- lo que nos han dado, porque “ya que lo hemos pedido”, “esa comida será así” o “con no volver,
arreglado”.
¡Por San Alberto Chicote y Saint Gordon Ramsay, que somos los clientes,
ahora, en ese momento, que tenemos derechos, que no pasa nada por exigirlos!
Un español, en un bar o restaurante, se come lo que pongan
en su plato aunque no se parezca ni de lejos al producto alimenticio
solicitado. Un español, se queja por lo bajini de la “mierda de bazofia” que le han servido, de forma que puedan oírlo sus acompañantes de
mesa pero, eso sí, con cuidado de que no se percate el personal del local, no
vayan a ofenderse o tomarle por un quejica. Un español aguanta el tipo como si
no pasara nada, se come - o lo hace ver- un primer y/o segundo plato mediocre o
repugnante, ataca con el postre – sea como sea, que a esas alturas ya de igual-
y, si se tercia, cumple con el café y la copita de resopón.
Si el metre, el camarero o el dueño de turno se acercan a
pedir nuestra complacencia, la tendrá. Aunque el plato esté intocado porque
nuestro estómago reacio se ha puesto terco, diremos que “todo muy bueno, gracias” o “es que no tengo mucho apetito, pero bien”.
Cualquier cosa menos decirle al responsable que te sientes estafado, que eso
tenía mala pinta o que cocinan como el culo, con perdón. Y, después, pagar
religiosamente y dejar propina, por lo que puedan pensar.
A todo tirar, los españolitos más críticos o más gourmets,
despotricarán del restaurante en cuestión en su blog o en las redes sociales
internáuticas, en cuanto pisen la calle.
Vale, para que no me digáis que no predico con el ejemplo,
confieso que soy de las excepciones - que no excepcionales- que solicitan cambio de vaso sucio por vaso limpio, hago
retirar platos horribilis y me enfrento a camareros desdeñosos y dueños contrariados,
si hace falta. Eso siempre que mis acompañantes no me monten la escenita
disuasoria de “no vale la pena, por una
vez que venimos”, “no llames la atención, que nos miran los de la mesa de al
lado” o “pídete otra cosa y ya está”…, pagando yo
ambos platos, claro. También he tenido que hacerlo y me sienta tan mal como que
me sirvan una bazofia. Así que reclamo, con toda discreción y cortesía posible,
pero reclamo.
Y, por mi experiencia, ningún problema cuanto más
cosmopolita o internacional es el sitio. Las caras agrias y los respondones, en
los sitios más cutres o provincianos. La
peor reacción, en un restaurante – cutre- de Madrid donde, en lugar de la paella
anunciada, me sirvieron puré de arroz pasado y frío… ¡y el camarero insistiendo
en que la acababan de sacar del fuego y en que era paella, claro! Oiga usted,
si voy a pagarle con dinero de verdad, no me discuta lo obvio y menos lo que me
tiene que gustar. Pues eso.
Lo que más me enerva son las caras de circunstancias
alrededor, en la propia mesa y en las vecinales. Te miran como dándote la razón
pero con cara de “vaya jardín, amiga”.
Los ojos de todo el mundo vuelven al plato que tienen delante, en cuanto el
desairado interlocutor al que te enfrentas mira en torno buscando complicidad.
Y siguen comiéndose la misma porquería que tú estás rechazando. Bueno, no sé
quién lo tiene peor, si yo o los demás, colegas.
Eso sí, si el español come en casa o gratis, invitado por alguien
de confianza, se queja libremente de cualquier minucia que no le cuadre. Si quien
cocina es la madre, la pareja o algún allegado, no se corta un pelo aunque le
haya visto cocinando con todo esmero, y se queda tan pancho. Y ahora toca decir
aquello de “somos así”. Pues, hay cosas que tendríamos que dejar de ser,
paisanos y paisanas.